El sacerdote obrero francés André Jarlan fue asesinado el 4 de septiembre de 1984, mientras leía la Biblia en la casa parroquial de la población La Victoria, por una bala disparada por Carabineros en medio de una jornada de protesta contra la dictadura. Andrés Jarlan contaba 43 años de edad. Su funeral fue uno de los más multitudinarios que ha visto la ciudad de Santiago.
Jarlan consideraba que la fraternidad cristiana no se enseña solo con palabras, más aún en el contexto victoriano de la época, donde la autoridad se construye con obras, con el ejemplo de vida. Es por ello que puso tanto esfuerzo y dedicación en la celebración de la misa como en la organización de la olla común, o en la preparación de la catequesis como en coordinar el comprando juntos. Es por ello, también, que dedicó largas horas a acompañar a las Comunidades Eclesiales de Base, CEB, y al mismo tiempo, a asistir en el living de su casa a los pobladores que resultaban heridos durante cada jornada de protesta. Oración y acción formaron en Jarlan parte de un mismo Evangelio, porque una religión que no se compromete con la realidad de los pobres ―reflexiona―, es simplemente piedad, alguna clase de buenismo vacío de sentido. En conclusión, “hay que estar con los trabajadores. Hay que ir a buscarlos. Uno. Dos. Tres… 10… 100… 1.000… y todavía más”.
Jarlan creyó en un Dios presente en la historia y en el momento concreto que le tocó vivir. Enseñó a los jóvenes el método de ver, juzgar y actuar de la Juventud Obrera Cristiana, JOC, y los invitó a buscar soluciones comunitarias, en conjunto, a los problemas individuales que los afligían. Poco a poco, su trabajo y el de Pierre Dubois sembraron un despertar solidario en los grupos parroquiales. La comunidad renovó la conciencia de su dignidad, de su valía, de su capacidad para transformar la realidad adversa, y premunida de un fuerte impulso liberador, Jarlan escribió una carta a propósito del 1° de mayo, Día Internacional del Trabajador. La misiva fue fotocopiada, entregada puerta a puerta en cada una de las casas, y en ella se lee que “al igual que Cristo”, todos los victorianos “estamos crucificados” bajo el yugo de un régimen que los ataca, no les brinda trabajo, “nos obliga a vivir como los animales, en la ley de la selva”; una dictadura que ha destruido “nuestro instrumento de lucha, el sindicato”, y que trata de “someternos bajo leyes que nos aplastan”.