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Chile. Diciembre 21, matanza obrera en escuela Santa María de Iquique: «El desierto me ha sido infiel»

El 21 de diciembre de 1907, el aire en la pampa no solo traía el polvo seco del desierto, sino también un grito de dignidad que bajaba de los cerros. Miles de trabajadores del salitre, cansados de las «fichas», que solo podían canjear en las pulperías de sus propios patrones, y de las condiciones de vida inhumanas, decidieron que el silencio ya no era una opción.

La marcha fue épica. Familias enteras, con niños en brazos y banderas de Chile y los países vecinos, caminaron kilómetros bajo un sol inclemente a la ciudad de Iquique. No buscaban una revuelta armada; aspiraban a que el Estado mediara ante las compañías salitreras para obtener algo tan básico como un salario en dinero efectivo y medidas de seguridad básicas.

Ya en la ciudad, el gobierno local, desbordado por la magnitud de la protesta -se estima que llegaron a ser más de 10.000 personas-, los recluyó en la Escuela Domingo Santa María. Allí, el patio de juegos se transformó en un campamento. Los huelguistas cantaban y compartían lo poco que tenían, convencidos de que su número y el peso de la razón forzarían una negociación.

No obstante, en Santiago, el gobierno del Presidente Pedro Montt, hombre de la oligarquía conservadora y autoritaria del entonces Partido Nacional, veía la situación con otros ojos. La huelga minera amenazaba la producción del “oro blanco”, fuente lucrativa de la clase dominante rentista del país. La orden fue clara: terminar con el conflicto a cualquier costo.

El 21 de diciembre de 1907, el General Roberto Silva Renard recibió la orden definitiva. Alrededor de las 15:30 horas, los militares rodearon la Escuela Santa María. Se les dio un ultimátum a los trabajadores para que desalojaran y se dirigieran hacia el Club Hípico. Los dirigentes, con el español José Briggs a la cabeza, se negaron. Sabían que abandonar la escuela era dispersar y derrotar el movimiento.

Las ametralladoras emplazadas en la Plaza Manuel Rodríguez, comenzaron a escupir fuego. El primer objetivo fue la azotea, donde estaban los dirigentes. Luego, las municiones se dirigieron hacia la multitud hacinada en el patio. El estruendo de los disparos fue seguido por un silencio sepulcral, roto solo por los lamentos de los heridos. Quienes intentaron huir fueron alcanzados por las bayonetas de la caballería.

Elías Lafferte, testigo ocular de los hechos, relató que “Hacia las 3.30 a cuatro de la tarde, terrible expectación reinaba en el interior de la Escuela Santa María. Tropas del ejército apuntaban sus fusiles contra los obreros y contra la azotea, donde se hallaba en reunión permanente la dirección del movimiento. En cuanto a las ametralladoras en manos de marineros de los barcos surtos en la bahía, estaban dirigidas directamente contra las apretadas filas de pampinos. A esa hora entró el coronel Roberto Silva Renard montado, como Napoleón, en un caballo blanco para esta desigual batalla. Un corneta que iba a su lado lanzó al aire algunas notas de su instrumento, las cuales provocaron uno de esos pavorosos silencios anunciadores de cosas terribles”. El coronel “hizo un toque de atención con su corneta y dio la orden del crimen. Fríamente dio la orden de fuego. El ruido de los disparos fue ensordecedor”.

La cifras de la matanza hablan de 2.200 o 3.600 víctimas.

Los cuerpos fueron cargados rápidamente en carretas y enterrados en fosas comunes en el cementerio local, sin nombres, intentando borrar el rastro del crimen. Los sobrevivientes fueron llevados a sablazos hasta el local del Club Hípico de la ciudad, y desde allí a la pampa, donde se les impuso un régimen de terror.

Roberto Silva Renard también tenía su historia. Durante la Guerra Civil de 1891, con el grado de mayor, se plegó al bando sublevado. Se embarcó en el buque Maipo y participó en las batallas de Concón y Placilla. Su participación le significó el ascenso a coronel.

En 1903, actuó como Fiscal Militar en el proceso por la masacre que ese año perpetraron efectivos del Ejército contra los obreros del puerto de Valparaíso, llegando a la conclusión de que los militares acusados eran en realidad las víctimas. El 17 de septiembre del año siguiente, comandó las tropas que masacraron a los obreros en la huelga de la oficina salitrera Chile, dejando un saldo de 13 muertos y 32 heridos. ​

A finales de octubre de 1905 se produjeron en Santiago masivas manifestaciones en protesta por el impuesto a la carne que benefició a los grandes productores de carne en Chile, llamado “huelga de la carne”, la guarnición militar se encontraba en maniobras fuera de la capital. Se hizo regresar a las tropas, que al mando de Silva Renard perpetraron una masacre: hubo entre 200 y 250 muertos y unos 500 heridos.​

El gobierno de Pedro Montt ordenó no expedir detalladamente certificados de defunción de los fallecidos, enterrándolos a todos en una fosa común en el cementerio de la ciudad. Solo en 1940 se exhumaron sus restos, los cuales fueron sepultados nuevamente, esta vez en el patio del Servicio Médico Legal de dicha ciudad.

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