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Chile. A 117 años de la matanza obrera de la escuela Santa María de Iquique: Unámonos como hermanos resueltos para luchar

La matanza en la Escuela Santa María de Iquique constituye la más mortífera manifestación represiva de la oligarquía chilena durante el siglo XX, anterior al golpe de Estado de 1973 y la dictadura subsiguiente. Su génesis y justificación se entiende -así como el del genocidio mapuche efectuado en el siglo XIX- en los marcos de la profunda subvaloración que la clase alta chilena ha tenido siempre respecto de los sectores populares.

Aquella matanza representa la cima de la ola represiva desencadenada contra un movimiento obrero de creciente envergadura y movilización, en la primera década del siglo XX. Iquique en 1907, está precedida por las matanzas de Valparaíso (1903), Santiago (1905) y Antofagasta (1906). Además de su magnitud (las más diversas fuentes coinciden en situar el número de asesinados en alrededor de 2 mil personas), la masacre de Iquique resalta por la moderación de las demandas de los mineros; por el engaño utilizado inicialmente por las autoridades para derrotar el movimiento, y por el total desparpajo oligárquico en la justificación del holocausto.

Las peticiones de los mineros que acceden masivamente a Iquique a mediados de diciembre de 1907 no pudieron ser más modestas y razonables. Su pliego único consistió en lo siguiente: “1) Que se pagaran los salarios según cambio fijo de 18 peniques; 2) Que existiese libre comercio en las oficinas (o sea, terminar con el monopolio de la pulpería patronal); 3) Que las ‘fichas’ se recibiesen siempre a la par (del dinero), es decir, sin descuento sobre su valor teórico; 4) Que obligatoriamente los empleadores cerrasen con rejas las maquinarias peligrosas; 5) Que la pulpería tuviese balanza y vara controladas; 6) Que el despido se hiciera previo a un desahucio, o indemnización equivalente, de dos semanas; 7) Que cada oficina diese gratuitamente un local para escuela nocturna; 8) Que el caliche rechazado por el ‘corrector’ no se aprovechara después sin cancelarlo a quien lo hubiese extraído y 9) Que no se tomaran represalias”.

Las demandas apuntaban a cuestiones tan básicas como impedir que la creciente inflación les disminuyera drásticamente los salarios; establecer condiciones de seguridad mínimas en un oficio tremendamente peligroso; terminar con un conjunto de abusos e irregularidades evidentes y obtener alguna posibilidad de educación, en lugares inhóspitos que no contaban con ningún servicio público.

La manera como los dirigentes obreros llevaron adelante el movimiento fue notablemente pacífica y responsable, considerando que fueron varios miles de trabajadores mineros con sus familias los que se aglomeraron en Iquique. En la semana que estuvieron no causaron ningún daño a personas o bienes públicos ni privados.

Durante las negociaciones demostraron gran flexibilidad. En primer lugar, estuvieron dispuestos a un arbitraje (efectuado por un representante por parte, y un tercero nombrado de común acuerdo), al que no accedieron los empleadores. Aceptaron también un aumento de salarios de un 60 por ciento durante un mes, mientras patrones y obreros examinaban el petitorio. Ambas soluciones llevaban anexo el inmediato regreso a la pampa y el reinicio del trabajo. Ambas fueron, además, proposiciones gubernativas. Incluso, el presidente Montt ofreció que el Estado pagara la mitad del aumento. Sin embargo, los patrones no cedieron ni un milímetro. Sólo estudiarían un eventual acuerdo luego que los trabajadores retornaran a la pampa y reanudaran las labores.

Durante la hora del ultimátum (14:30 a 15:30 hrs. del sábado 21), antes de comenzar la masacre, los mineros le plantearon, al general Roberto Silva Renard, su voluntad de volver al sur o emigrar a Argentina antes que regresar a la pampa.

El engaño oligáquico comenzó desde que los mineros llegaron a Iquique, el domingo 15 de diciembre. Entonces, el gobierno regional les planteó oficialmente a un gran número de gente reunida que volvieran a la pampa, mientras los patrones se comprometían en ocho días (“necesarios para consultar a sus jefes en Londres y Alemania”) a dar una respuesta a sus demandas y “si ésta es desfavorable a los trabajadores, éstos quedan en pleno derecho para abandonar sus faenas”.

Luego, el intendente subrogante, Julio Guzmán, mintió a los trabajadores al señalarles: “Podéis iros tranquilos a vuestras faenas que yo, como la primera autoridad, os prometo que vuestras peticiones serán aceptadas. Pero se necesita el plazo de 8 días pedidos por los señores salitreros para dar su contestación. En el caso que no os sean aceptadas vuestras proposiciones, podéis estar seguros que después de ese plazo el intendente de la provincia os pondrá trenes en todas las estaciones para que bajéis a Iquique”.

Lo cierto es que ya se preparaba la represión. Guzmán trató otra vez de engañar a los trabajadores el martes 17 en la tarde, “recomendándoles nuevamente el mayor orden, que es el mejor medio de obtener el triunfo de cualquier causa justa y les aseguró que el gobierno se ocupaba activamente por el asunto” y “que si las cosas no se habían arreglado todavía de una manera satisfactoria esperaba dentro de poco arribar a un arreglo favorable a las clases trabajadoras”, ya que pronto llegaría el intendente (Carlos) Eastman, y que “era evidente que el pueblo encontraría en él un seguro defensor de sus derechos”.

El intendente Eastman invitó al directorio central de los mineros a reunirse con él, el sábado 21 en la mañana. Pero su propósito era tomarlos presos, pues ya tenía en su escritorio un cable del ministro del Interior que decía: “Sería muy conveniente aprehender cabecillas, trasladándolos buques de guerra”. Los dirigentes no cayeron en la trampa, comunicándole que ellos recibirían a los emisarios del intendente o que continuarían negociando a través de intercambio de notas.

La matanza en la Escuela Santa María de Iquique, tanto por el número de muertos, por el completo pacifismo de los asesinados y por la brevedad del tiempo utilizado para la masacre, puede considerarse sin exageración como la peor matanza de la humanidad en tiempos de paz. Por esto, la complicidad demostrada por la generalidad de la oligarquía respecto de ella no puede ser más escandalosa y sobrecogedora. De partida la cifra “oficial” de muertos llegó a 140. Nunca se hizo una investigación de ella, por ninguno de los tres poderes del Estado. Y se encarceló y procesó a varios de los dirigentes mineros sobrevivientes, algunos de los cuales alcanzaron a estar varios años presos.

La prensa oligárquica la justificó plenamente. El Mercurio, editorialmente apuntó que “es muy sensible que haya sido preciso recurrir a la fuerza para evitar la perturbación del orden público y restablecer la normalidad, y mucho más todavía que el empleo de esa fuerza haya costado la vida a numerosos individuos… el Ejecutivo no ha podido hacer otra cosa, dentro de sus obligaciones más elementales, que dar instrucciones para que el orden público fuera mantenido a cualquiera costa, a fin de que las vidas y propiedades de los habitantes de Iquique, nacionales y extranjeros, estuvieran perfectamente garantidas. Esto es tan elemental que apenas se comprende que haya gentes que discutan el punto…” (El Mercurio, 28-12-1907). 

Hasta hoy, la clase alta chilena no ha modificado en absoluto su subvaloración y desprecio por las clases trabajadoras y populares. Durante el siglo XX, dicha actitud se reflejó en la aprobación y justificación de todas las subsiguientes masacres efectuadas por agentes de la autoridad: Puerto Natales (1919), Punta Arenas (1920), San Gregorio (1921), La Coruña (1925), Vallenar (1931), Ranquil (1934), Seguro Obrero (1938), Plaza Bulnes (1946), Santiago (1957), José María Caro (1962), El Salvador (1966) y Puerto Montt (1969). Y tuvo su culminación en el apoyo y la complicidad con el terrorismo de Estado desarrollado por la dictadura de Pinochet. 

* Para la confección de este artículo se emplearon varias fuentes.

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