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Chile. «Ricos y pobres» de Luis Emilio Recabarren, una conferencia ofrecida hace más de un siglo: ¿Cuánto han cambiado las cosas en el país desigual?

Luis Emilio Recabarren es considerado el fundador de la organización de la clase trabajadora en Chile. Aquí dejamos un fragmento de su conferencia «Ricos y pobres», dictada en Rengo, en la noche del 3 de septiembre de 1910, en ocasión del centenario de la independencia de Chile.

LA SITUACIÓN MORAL Y SOCIAL DEL PROLETARIADO Y LA BURGUESÍA

No es posible mirar a la nacionalidad chilena desde un solo punto de vista, porque toda observación resultaría incompleta. Es culpa común que existan dos clases sociales opuestas, y como si esto fuera poco, todavía tenemos una clase intermedia que complica más este mecanismo social de los pueblos.

Reconocidas estas divisiones de la sociedad nos corresponde estudiar su desarrollo por separado, para deducir si ha habido progreso y qué valor puede tener este progreso.

La clase capitalista, o burguesa, como le llamamos, ha hecho evidentes progresos a partir de los últimos cincuenta años, pero muy notablemente después de la guerra de conquista de 1879 en que la clase gobernante de Chile se anexó a la región salitrera.

El progreso económico que ha conquistado la clase capitalista ha sido el medio más eficaz para su progreso social, no así para su perfección moral, pues aunque peque de pesimista, creo sinceramente que nuestra burguesía se ha alejado de la perfección moral verdadera.

Cien años ha, cuando la población de este país vivía en el ambiente propio de una colonia europea, que le había inoculado sus usos y costumbres; parece que no se destacaba la nota inmoral y voluptuosa de la época presente. Se vivía en este país bajo el régimen de la sociedad feudal, algo atenuado si se quiere, pero con todas las formas de la esclavitud y con todos los prejuicios propios del feudalismo. El sometimiento demasiado servil de la clase esclava entregada en su mayor número a la vida pastoril y a la agricultura era tina circunstancia que no provocaba ninguna acción de la clase señorial, en que pudiera notarse como hoy, sus crueldades.

La última clase, como puede considerarse en la escala social, a los gañanes, jornaleros, peones de los campos, carretoneros, etc., vive hoy como vivió en 1810. Si fuera posible reproducir ahora la vida y costumbres de esta clase de aquella época y compararla con la de hoy día, podríamos ver fácilmente que no existe ni un solo progreso social. En cuanto a su situación moral podríamos afirmar que en los campos permanece estacionaria y que en las ciudades se ha desmoralizado más.

La última clase de la sociedad que constituye probablemente más de un tercio de la población del país, es decir, más de un millón de personas no ha adquirido ningún progreso evidente, en mi concepto digno de llamarse progreso. Se me dirá que el número de analfabetos es, en proporción, mucho menor que el de antes, pero con esta afirmación no se prueba nada que ponga en evidencia un progreso. Para esta última clase de la sociedad el saber leer y escribir, no es sino un medio de comunicación, que no le ha producido ningún bienestar social. El escasísimo ejercicio que de estos conocimientos hace esta parte del pueblo, le coloca en tal condición que casi es igual si nada supiese. En las ciudades y en los campos, el saber escribir, o simplemente firmar, ha sido para los hombres un nuevo medio de corrupción, pues, la clase gobernante les ha degradado cívicamente enseñándoles a vender su conciencia, su voluntad, su soberanía.

El pueblo en su ingenua ignorancia aprecia en mucho saber escribir para vender su conciencia. ¿Es esto un progreso? Haber aprendido a leer y a escribir pésimamente, como pasa con la generalidad del pueblo que vive en el extremo opuesto de la comodidad, no significa en verdad el más leve átomo de progreso.

Muchos periodistas han afirmado en más de una ocasión que las conscripciones militares han aportado al pueblo un contingente visible de progreso porque han contribuido a desarrollar hábitos útiles desconocidos entre la llamada gente del pueblo. Se ha dicho que esta parte de las poblaciones ha aprendido hábitos de higiene, se ha educado, aprendido nociones elementales, etcétera. Estas afirmaciones son más ficticias que reales.

La pobreza, y la pobreza en grado excesivo sobre todo, impide todo progreso. Hay gentes que no tienen un tiesto para lavarse. La vida del cuartel, generalmente, ha producido hábitos innobles y ha fomentado o despertado malas costumbres en personas buenas y sencillas. Yo creo que produce más desastres que beneficios.

Yo he llegado a convencerme de que la organización judicial sólo existe para conservar y cuidar los privilegios de los capitalistas. ¡Ojalá, para felicidad social, estuviera equivocado! La organización judicial es el dique más seguro que la burguesía opone a los que aspiran a las transformaciones del actual orden social.

La literatura nacional tiene muchas expresiones, que son la más dura acusación a la inmoralidad social y a su administración de justicia, literatura que está basada en la verdad histórica. No puedo resistir el deseo de copiar aquí una página de un autor chileno que dice así:

La noche aquella, la oscura noche en la cual iba dejando mis harapos enredados en las piedras cortantes del camino, recliné mi cabeza cansada sobre el tronco de un árbol secular.

Me hizo dormir el peso de la Fatalidad que gravitaba sobre mi frente. Había clamado tantas veces por la equidad humana, que esta idea se había aferrado a mi cerebro como esas raíces añosas adheridas a la tierra difícil de arrancar. Y soñé…

Me hallé súbitamente en un erial cubierto de secas malezas, sin árboles, sin flores. Un letal vapor de sepulcro invadía las cosas existentes, y el campo fúnebre no tenía término, ni vereda alguna, ni salvación posible.

En un tajo abierto como una grieta profunda, mansión de cíclopes antiguos que habían partido los porfiados con sus formidables miembros, vivía un ser monstruoso, sin forma humana, sin perfiles de consciente. La mitad derecha del rostro reía como Quasimodo, sordo, incapaz, idiota; la izquierda era un conglomerado de contracciones faciales, hijas del llanto, del pesar, del furor y el despecho, difícil de bosquejar por la pluma más sagaz y maestra. El contraste formado por estas dos actitudes revelaba la monstruosidad en su carácter más completo; era aquello una fiera digna émula del Apocalipsis, con que suelen soñar los remordimientos humanos. Creía hallarme solo en aquel páramo desolado. Pero no lejos de allí se destacó un ujier armado hasta los dientes, inabordable, asegurado por todas partes.

-¿Cómo has llegado hasta aquí, mendigo? ¿ No sabes que este erial y esta grieta honda e inaccesible está destinada para un monstruo que debe vivir alejado para siempre de las sociedades cuya constitución está amparada por la más estrecha justicia? Te prohibo que asomes la cabeza en ese abismo . . . Los ojos del monstruo te atraerían y sucumbirías bajo el peso de su atracción diabólica.

-Ya lo he visto -respondí.

– ¡Desgraciado! … ¿Y no sientes ya el hielo de la muerte en tus entrañas? ¿No has visto que sus pupilas relampagueaban como las de voraces reptiles?

-¿Y cómo se llama esa bestia? -pregunté azorado.

-¡Prevaricato! -respondióme el bondadoso, ujier.

Y desperté … y resolví entonces morir de vergüenza, de hastío y de dolor. Ya no existía la justicia. . .

Yo creo que la prisión no es un sistema penal digno del hombre y propio para regenerarle. Hoy que se habla tanto de progresos y que se celebra como un gran acontecimiento el haber llegado a los cien años de vida libre, yo me pregunto, ¿ha progresado en la República el sistema penal? ¿Ha disminuido el número de delincuentes? ¿Cuántas cárceles se han cerrado a impulsos de la educación? ¿Ha mejorado o progresado siquiera la condición moral del personal carcelario o judicial que podría influir en la regeneración de los reos? Ninguna respuesta satisfactoria podría obtener.

La sociedad debe, por el propio interés de su perfección, convencerse que el principal factor de la delincuencia existe en la miseria moral y en la miseria material. Hacer desaparecer estas dos miserias es la misión social de la Humanidad que piensa y que ama a sus semejantes.

Comprobar fehacientemente el progreso que ha hecho el vicio, es bastante para poner a la luz del día la verdad. La verdad de que en cien años de vida republicana se constata el progreso paralelo de dos circunstancias:

El progreso económico de la burguesía. El progreso de los crímenes y de los vicios en toda la sociedad.

La vida del conventillo y de los suburbios no es menos degradada que la vida del presidio.

El conventillo y los suburbios, han crecido quizás en mayor proporción que el desarrollo de la población. Y aun cuando se alegara que el aumento de los conventillos ha ido en relación con el aumento de la población, no sería este un argumento justificativo ni de razón. El conventillo es una ignominia. Su mantenimiento o su conservación constituyen un delito.

Sintamos pesar por los niños que allí crecen, rodeados de malos ejemplos, empujados al camino de la desgracia. Allí están, en abigarrado conjunto, dentro del conventillo, la virtud y el vicio, con su corolario natural de la miseria que quebranta todas las virtudes.

La clase media que se recluta entre los obreros más preparados y los empleados, ¿habrá hecho progresos? ¡Recorramos su condición y convenzámonos! Esta clase es hoy mucho más numerosa que lo que lo era antes en proporción a cada época. Ha aumentado su número a expensas de los dos extremos sociales. A ella llegan los ricos que se empobrecen y que no pueden recuperar su condición y los que logran superarse en la última clase.

Esta clase ha ganado un poco en su aspecto social y es la que vive más esclavizada al qué dirán, a la vanidad y con fervientes aspiraciones a las grandezas superfluas y al brillo falso. Debido a estas circunstancias que le han servido de alimento, esta clase ha hecho progresos en sus comodidades y vestuario, ha mejorado sus hábitos sociales, pero a costa de mil sacrificios, en algunos casos; de hechos delictuosos en otros y poco delicados en la mayor parte de los casos.

La acción de los comerciantes, en general, es la acción de la inmoralidad. El progreso rápido del comercio, que es lo que busca el comerciante, está basado en la acción de la inmoralidad; en el engaño, en el fraude, en la falsificación, en el robo, en la explotación más desenfrenada del pobrerío que es la clientela más numerosa del comerciante inescrupuloso de los barrios pobres.

¿Y esto… también llamaremos progreso? Esto que ha progresado tanto en el transcurso de los últimos cien años, ¿también es digno de asociarle al entusiasmo de las festividades centenarias?

La clase rica no sufre por esto. Ella compra en sus grandes almacenes los frutos escogidos de la producción mundial. Se fabrica y se produce especialmente para ella. El monopolio de la producción en sus propias manos y la posesión de la riqueza le garantiza este privilegio. La clase pobre no puede gozar de estos privilegios. Ella es la escogida como víctima única de la voracidad inmoral de la clase comercial.

Una parte del pueblo, formada por obreros, los más aptos, por empleados, pequeños industriales salidos de la clase obrera y algunos profesionales, pero todos considerados dentro de la clase media, ha podido realizar algún progreso. Han constituido organismos nuevos: sociedades de socorro de ahorro, de resistencia a la explotación, de educación, de recreo y un partido popular llamado Partido Demócrata. Esta manifestación de la acción es el único progreso ostensible de la moral y de la inteligencia social del proletariado, pero es a la vez la acusación perenne a la maldad e indolencia común.

Para atenuar el hambre de su miseria en las horas crueles de la enfermedad, el proletariado fundó sus asociaciones de socorro. Para atenuar el hambre de su miseria en las horas tristes de la lucha por la vida y para detener un poco de feroz explotación capitalista, el proletariado funda sus sociedades y federaciones de Resistencia, sus mancomunales. Para ahuyentar las nubes de la amargura creó sus sociedades de recreo. Para impulsar su progreso moral, su capacidad intelectual, su educación, funda publicaciones, imprime folletos, crea escuelas, realiza conferencias educativas.

Mas, toda esta acción es obra propia del proletariado, impulsado por el espíritu de conservación, y es un progreso adquirido a expensas de sacrificios y privaciones.

¡Para este progreso no es tiempo aún de festejarle su centenario!

Digamos la verdad: el bien inmenso que ha producido la República fue la creación y desarrollo de la burocracia chilena y fue también la posesión de la administración de los intereses- nacionales. La burocracia que goza de esta situación, ella sí que tiene motivo de regocijo justificado si mira egoístamente su situación. ¡Nosotros no!

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